
Eduardo Jara, el jockey que
impuso aquí el filete e hizo
escuela sin proponérselo
Eduardo Jara, chileno, nació en una familia de
jockeys el 7 de julio de 1930, es decir un típico
canceriano de segundo decanato, que comenzó
como aprendiz, en Viña del Mar, para luego
graduarse en el Club Hípico y el Hipódromo
Chile, en la capital del país trasandino. No estuvo
mucho tiempo allí, porque su signo era buscar
nuevos horizontes. Puede decirse que sólo
usó su tiempo en Santiago para graduarse de
profesional.
Los petrodólares llevaron a Jara a Venezuela,
como a tantos sureños por esos años, entre ellos
nada menos que nuestros Angel Penna y Alfonso
Salvati, y hasta al vasco Juan Carlos
Etchechoury, el papá de los chicos Carly, Dany
y Javier, aunque en su caso no fue a Caracas sino
a Maracaibo, lugar de hermosas mujeres, tal vez
para salir de la órbita severa de su padre, el
recordado don Juan, o sencillamente para demorar
la conscripción.
Jara fue a Caracas a correrle a gente importante,
en el hipódromo anterior a La Rinconada, en
tiempos del dictador Marcos Pérez Jiménez, el
mismo que supo darle asilo al general argentino
Juan Domingo Perón despues de septiembre de
1955. Hacia 1958 comenzó a cambiar el clima
político venezolano, porque toda dictadura concluye,
es sabido, y entonces cada uno de los
forasteros en aquella tierra comenzó a buscar
nuevos rumbos.
Destino impensado
Jara, para recargar baterias en la base regresó a
Chile. Estaba a la búsqueda de su nuevo lugar en
la tierra y el destino quiso que recalara en
Buenos Aires, donde de inmediato contó con un
apoyo que sería vital en ese primer tiempo entre
nosotros: el de los hermanos Fernando y José
Eduardo Santamarina, los mismos que en
noviembre último festejaron el triunfo de un
potrillo suyo, Storm Chispazo, en el Nacional, y
de su cuidador de aquellos años finales de 1950:
el exquisito José Fregonese, uno de los entrenadores
más importantes que tuvo la Argentina
hípica del Siglo XX, especialista como pocos en
entrenar a los dos años, lo que por ahora cuando
se valoriza tanto ese tiempo de competencia en
los SPC hubiera estado entre los más buscados.
El comienzo de Jara en Argentina fue como
para... pegar la vuelta. Corría a un favorito, era
en Palermo, sobre una distancia larga, venía en
punta ya en la recta, fácil y cómodo, cuando el
caballo se quebró y lo tiró. Detrás cayó Irineo
Leguisamo. Se conocieron, los dos jinetes que
juntos adquirieron gran parte de la celebridad
como jockeys en el Siglo XX, en el sanatorio del
hipódromo de Palermo, a donde fueron a parar
tras las caídas, sin consecuencias severas para
ninguno. Alguna vez Jara recordó un diálogo
risueño y pícaro con El Pulpo, de esa internación,
como que la próxima vez tratara de caerse
solo, sin su compañía.
Uno de los mejores
Aquello que para otro pudo ser el comienzo del
fin, para Eduardo Jara fue el inicio del tiempo
profesional como jockey más relumbrante de su
extensa trayectoria. Jara, ya queda dicho, fue
uno de los mejores jockeys que han corrido en el
turf argentino en la segunda parte del Siglo XX.
Podría uno ponerse a enumerar todo lo que
ganó, y sería tedioso, porque nada quedó a fuera
de su alcance. Hizo binomios memorables,
como ese que integró con Fregonese, en tiempos
de los stud Las Hormigas -de los hermanos
Santamarina, propietarios del haras Maryland-,
Sancti Spiritu -de los hermanos Sastre, los dueños
del haras Las Niñas-, Los Pingos, de Jorge
Tavares, y luego aquellos años de sociedad profesional
con Sergio Lema, con aquellas gloriosas
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tardes de Practicante y sus hijos con los colores
de El Turf, de Carlos y Julio Menditeguy. Ytambién
la recordada colaboración con Juan Carlos
Etchechoury y don Luis Ferro, además de tantos
otros.
Jara no dejó nada por ganar, hasta un campenato
internacional en Sudáfrica, cuando el país
africano comenzaba a emerger en el mundo hípico
internacional y semejante al que se está organizado
en el nuevo hipódromo de Dubai para
comienzos de marzo, como parte de los festejos
de la inauguración.
El título máximo
Pero Eduardo, Otto, para quienes teníamos
alguna cercanía con la caballeriza de Fregonese,
subió mucho más alto en su profesión que la
cima habitual para los jockeys muy ganadores,
con suma de clásicos y estadísticas. Consiguió,
seguro que sin quererlo ni proponérselo, el título
máximo en toda profesión o actividad: el de
maestro.
La historia le tenía reservado la condición de
maestro de la escuela del filete argentino, ajena
a todas las conocidas, reconocidas y valiosas de
Chile, Panamá, Puerto Rico, Venezuela y
Colombia.
Jara acomodó el filete a su modo y necesidad
de correr, porque siempre tuvo problemas con el
peso y en eso la Argentina lo favoreció por aquello
de correr las condicionales de 56 kilos, pues
en el mundo los pesos medios son más bajos,
rondando los 53.
De cuando vino, bajó un poco el alto de los
estribos -los traía muy arriba-, colocó la montura
algo más atrás, no tan encima de la cruz, creó
apoyos diferentes para sus rodillas, se acomodó
al uso de espolines -que por entonces aquí se
permitían-, con el talón debajo de la línea del
mandil, y ahí se apoltronó. Desde ese habitácu-
La ovación de
los pares
Hay que escucharlo hablar al Gato Mansilla
de Eduardo Jara. Si usted es amigo del
Gato hágalo hablar un día de Jara. Y verá lo
que es la admiración de un par. Sin olvidar lo
competitivo y complejo que era lidiar con el
chileno en el día a día, porque tenía sus cosas,
y en el seno de las carreras, al Gato le brillarán
los ojos y se le atropellarán las anécdotas.
Va una: “La mejor carrera que le vi ganar a
Jara fue un clásico San Martín, en Palermo, él
con El Azar y Valdivieso con Bleding. El
rubio pasa con Bleding y lo toco a El Azar.
Jara se recompone y el Rubio a todo esto ya
había mandado. Jara no hace espamento, lo
pone a El Azar y atropella. Cuando a 70 m
del disco supo que ganaba, no miró más el
disco, agachó la cabeza, puso el látigo en la
oreja a El Azar y esperó.
“Lo tengo presente hoy, porque debe ser la
carrera que más narré en mi vida y porque lo
fuimos a aplaudir con el Puma Sarati en la
redonda, donde había ya otros jockeys recibiéndolo
y felicitándolo. Desensilló, se puso
la montura bajo el brazo cual diario, y cuando
pasó al lado nuestro nos dijo ‘este muchacho
se aguantará el rebote’. No estaba disfrutando
el triunfo, estaba pensando en la próxima”.
Va otra: “Ovidio Bazán, mi tío, con quién
yo trabajaba, tenía a Sidereo en el Honor y le
da pasada con Jara y yo le salgo en la última
milla con otro caballo. Sidereo terminó bárbaro
y cuando veníamos parando me dice:
“caballero, vaya sacando tickets”, porque a
los boletos le llamaba tickets. Sidereo ganó
con él esa Copa de Oro”.
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lo, adaptado a su realidad, dictó cátedra y sentó
precedentes.
Hoy, en cualquier carrera de nuestro país puede
verse a discípulos y sucesores de Eduardo Jara.
Quizás ni ellos mismos se reconozcan como
tales, pero para quién vivió los últimos 50 años
del turf nacional es fácil reconocerlos. Porque
ellos, los nuevos, los jóevenes, adoptaron un
estilo que les llegó seguro de algún intermediario
al que vieron e imitaron al correr.
Esos moldelos que tuvieron los jóvenes de hoy
y hasta sus maestros, se nutrieron de verlo correr
a Jara, de su forma de apilarse, tomar las riendas,
pegar, moverse en el sillín del chileno.
Jorge Valdivieso es uno de ellos, hecho jockey
en tiempos de Jara y guía apropiado de toda la
camada nueva y no tan nueva. También Miguel
Sarati, Rubén Emilio Laitán -el jockey clásico
por antonamasia-, Hugo Costantino, Jorge
Bretón, Omar Labanca, Oscar Mansilla y hasta
los freneros a los que hizo cambiar por el filete,
como el añorado Alberto Plá, El Bachiller.
Todos ellos, y muchos más, eran chiquilines
que soñaban con la postura de Jara, como el
cacatúa del tango con la pinta de Carlos Gardel.
El Gato Mansilla recuerda sus tardes sobre los
fardos de pasto, en el stud de su tío Ovidio
Bazán, pensando en rematar una carrera con la
prestancia de Jara, con la fusta pegada a cuerpo,
guardada.
El final del freno
Jara fue quién firmó el certificado de defunción
del freno como herramienta de manejo del
caballo de carrera en esta ribera occidental del
Río de la Plata e impuso el filete, al que adherían
otros jinetes extranjeros de la época, como
Justo Torres, Juan Camoretti, Adolfo Sánchez,
Pancho Irigoyen, Laffit Pincay -el papá del jockey
campeón en los Estados Unidos-, Omar
Chamorro, Carlos Cruz, Henry Bouley, Raúl
Bustamante, la mayoría venidos desde
Venezuela tras los pasos de Jara.
Antes, varios fileteros habían tratado de imponer
su herramiento entre nosotros sin éxito,
desde el inglés David Englander, a principios de
siglo, y luego Zúñiga, Ortíz Tapa y Araya, éste el
abuelo materno de Jorge Sandro Caro, a quién su
mamá le puso tal nombre por admiración al
Gitano que hace apenas horas se fue de gira.
Usar las dos manos
Eduardo alguna vez explicó su relación con el
filete y lo que encontró aquí, cuando llegó:
"Venía de una hípica diferente como la chilena y
la misma venezolana, estaba acostumbrado a
correr con filete y a sostener las riendas con las
dos manos, y en ese momento en Argentina se
corría con freno, lo que hacia que los jinetes utilizaran
tan solo una mano en plena competencia.
Creo que conseguí demostrar que con el filete el
desgaste del caballo era menor y disminuían los
esfuerzos del tren posterior".
Jara consideraba que el filete concedía mayor
sensibilidad a las manos del jockey, a la vez que
le permitía tener un manejo más directo y rápido,
lo que posibilitaba cambiar el rumbo sin
esfuerzo, con el uso de las cuatro patas, "lo que
facilita el cambio de riendas y al cruzarlas
obliga al cambio de ritmo, de mano y a levantar
la cabeza, con lo que el caballo adquiere
más velodidad".
Esto que narró Jara fue ya en la etapa asentada
de sus 35 años aquí. En los comienzos, la verdad,
se lo vió correr con filete al estilo de con
freno, es decir las riendas en una mano, método
con el que tampoco le fue del todo mal.
Jara fue un fenómeno en su relación con la
prensa. Seguro que abrió un nuevo modo de
relacionarse con el periodista, que hasta antes de
Arriba, con Pancho Lococo y Derli Gómez, en un triunfo de Pulinés; abajo, con André de
Ganay y recogiendo las pilchas tras uno de sus miles de triunfos en San Isidro
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él sufría una comunicación con los jinetes que
no reconocía casi diálogo alguno.
Cuando el cronista comenzaba con una consulta,
recibía una respuesta que lo dejaba en
Pampa y la vía: "A usted qué le parece". A mí
no me parece nada, tuvo uno más de una vez
ganas de responder en esa circunstancia.
Eran las leyes de juego de entonces, en tiempos
en lo que los jockeys eran poco menos que inalcanzable
y que su osquedad, tal vez, protegía del
asedio una deficiencia cultural concreta. Se
interpretaba que esa charla entre cronista y jinete
era una competencia más, en la que estaba en
juego la sabiduría de ambos, más que el complemento
para lograr una información que el
público esperaba. Esa charla debía tener siempre
un ganador, la mayor de las veces el jockey.
Jara y la prensa
Jara creó el paraíso del cronista. Se prendía
en todas las propuestas, buscaba darle sostén
a todas las visiones y no paraba de dar motivos
y razones. Nunca, ningún cronista se fue
defraudado de una charla con Jara. Siempre
se salía con tema para una nota, lo que para
los principiantes, inexpertos aún y quizás
todavía en el arte de preguntar, era una dicha.
Volver a la redacción y decirle al jefe que
teníamos una buena nota con Jara era muy
tranquilizador.
Anécdota personal: previa de un Nacional, que
puede ser alguno de los ganados para El Turf, u
otro gran premio. El cronista ingresa en el cuarto
de jockeys de Palermo, allí donde detrás de la
primera sala de vestuario estaba la televisión -en
esa época no se daban los desarrollos por televisión,
lo que vino con la reapertura de San Isidroy
la sala de descanso.
Jara, cual pequeño era, estaba desparramado
en una de las amplias reposeras que había en el
lugar, botella de agua en mano, toalla al cuerpo,
en ojotas, en silencio, ensimismado. Tal vez
estaba dormitando. Pero al cronista se le ocurrió
que estaba en un proceso de concentración,
al igual que tantos deportistas antes del
esfuerzo, antes del gran momento, los pilotos
de F1, entre ellos.
Eduardo -dijo el cronista-, concentrado antes
de la carrera como en la F1.
El jockey quizá se despertó, sacudió la cabeza,
repasó lo escuchado y entró en un monólogo
explicativo luego del cual entre él y Lole
Reutemann, en lo previo de las competencias, no
había diferencia alguna. "Jara sostiene que el
jockey es como un piloto de F1" fue el título de
la nota, si la memoria no falla.
Jara dejó muchas enseñanzas; una, el que vale
es el primer fustazo, el segundo vale menos y el
tercero, nada. El, por eso, pegaba de a pares:
uno, uno, pausa; uno, uno, pausa.
El comienzo del fin
Treinta años después el día a día de Eduardo
Jara se hizo muy exigente, por el físico y la competencia,
con jóvenes jinetes que cada vez hacían
más fuerza y eran más atrevidos. Medió también
un accidente, en el que se quebró un tobillo,
en un error justo de una de las figuras nuevas.
Comenzó a dejar de correr, o correr espaciado.
Llegó a ser maestro de la escuela de aprendices,
pero no tenía la menor capacidad pedagógica,
distinto de Alejandro Lhuillier, un excepcional
profesor de aprendices en ese tiempo, junto con
Araya. Jara había enseñado toda su vida desde
arriba de la montura, en la cancha, en las carreras,
con el modelo, sin indicaciones, y el magisterio
nunca le sentó.
Tampoco le gustaba entrenar caballos de carrera.
Fue un tiempo de indecisiones, justo en él, tan
decidido en todo, a veces temerario. También el
Los premios, una de
las obsesiones de
Jara, en la cancha
luego de una mañana
de lluvia y montado
sobre una yegua de
La Quebrada, cuando
lucía todo su arte
(Todas las fotos de
Jara son de Pedro
Luther)
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escuela sin proponérselo
temor había hecho lo suyo en el espíritu de Jara,
luego de varias caídas. Sobrevino después un
episodio que lo impulsó a irse. Sufrió una
estafa como muchos hombres de la hípica,
que le esfumó gran parte de sus ahorros.
Entonces Angélica, su segunda mujer y el sostén
en la vida desde sus últimos tiempos en
Caracas y desde su llegada a Buenos Aires,
empujó para irse. Vendió todo y se fue a los
Estados Unidos. Corrió y ganó, poco, en
California y Nueva York. En la Gran Manzana
trabajó como caminador de Angel "Bocha"
Penna primero, y luego de Bill Mott, con éste
casi una década. Después pasó a Miami y la última
novedad, de 2007, lo daba viviendo en Fort
Lauderdale, en La Florida, siempre junto a
Angélica y muy repleto de recuerdos, de gente,
victorias y caballos. Siempre muy hablador,
dicharachero casi. Tratamos de ubicarlo, no lo
conseguimos. Pero habrá otros intentos.
En estos días, el hipódromo de San Isidro le ha
puesto el nombre de Eduardo Jara a uno de sus
clásicos y el recuerdo tiene un amplísimo respaldo,
porque el chileno fue un ídolo en una
época en la que había muchos en el turf argentino
y también fue un maestro para varias generaciones
de jockeys argentinos.
Dejó esa huella que todavía se advierte en las
carreras del día en cualquier hipódromo nacional
y eso sólo lo concretan los elegidos, los impares.
CARLOS A. CARDOSO
Diferencias de entonces y hoy
Mientras hacíamos la nota
de Jara, un admirado de
nuestros años mozos de esto de
andar en la crónica hípica, surgió
una incógnita natural:
¿cómo se desenvolvería hoy
Jara en nuestras carreras?
También emergió la pregunta
sobre si era mejor que tal o
cual, Falero por ejemplo.
Reacios como somos a las
comparaciones, por lo inapropiado
de cotejar a personas y
actos que no sucedieron en una
misma circunstancia, quizá sea
bueno establecer algunas diferencias
de entonces y ahora
que hacen todavía más incomparables
esos nombres.
Primero, el turf; aquél, el de
Jara, era de sólo sábados y
domingos, con 18 carreras
como mucho por fin de semana;
luego se agregaron los
viernes y también los miércoles,
para concluir con esta función
continuada. Jara no
hubiera aguantado este trajín.
El no perteneció a la época en
la que los jockeys son primero
atletas. El era del tiempo en
que el estado se mantenía con
trabajo y mucho baño turco,
sin cuidados en la alimentación,
ni en otras ingestiones.
Otra cuestión marcadamente
diferente era el número de
grandes figuras. Había unos
nenes que eran impresionantes.
Eran muchos y buenos los
que estaban a la espera de
aprovechar el error ajeno, eso
que hoy provee de tantos
triunfos a los consagrados.
Para aprovechar la macana
ajena había entonces un racimo
de monstruos sagrados, a
cada cual más capaz, más
experto, más vivo, más atrevido,
más implacable. No existía
tanto margen para las equivocaciones
y tampoco había
tanta desaprensión.
También es cierto que los
caballos corrían más puestos,
porque las ocasiones de competir
no eran tantas y había
que llegar con todo, o casi
todo, a cada carrera. Y entre
los entrenadores había también
monstruos sagrados del
Olimpo de los cuidadores.
Todo bien distinto, aunque en
apariencia luzca igual.
.
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